"Vosotros, pues, así habéis de orar: Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre". (v. 9)
Glosa
Entre los consejos saludables y divinos, con que Dios procura la felicidad de los que creen, les propuso una forma de orar, y les compuso oraciones en breves palabras, con el objeto de que haya confianza en alcanzar lo que quiere que se le pida con brevedad. Y por ello dice: "Padre nuestro que estás en los cielos".
San Cipriano,
de oratione Domini
El que nos dio la vida nos enseńó a orar para que cuando hablamos al Padre por medio de la oración que nos enseńó el Hijo, seamos oídos con más facilidad. Es una oración amigable y familiar el rogar a Dios con su propia oración. Conoce el Padre las palabras de su Hijo cuando le rogamos, y como lo tenemos por Abogado ante el Padre por nuestro pecados (
1Jn 1), cuando los pecadores rogamos por nuestros delitos debemos tomar las palabras de nuestro abogado.
Glosa
No oramos solamente con estas palabras, sino que también oramos con otras, concebidas en el mismo sentido, con las que se enfervoriza nuestro corazón.
San Agustín,
de sermone Domini, 2, 4
Como en toda petición se debe empezar por ganarse la benevolencia de aquel a quien rogamos, y después debe decirse lo que pedimos. La benevolencia suele conciliarse por medio de la alabanza de aquel a quien se dirige la oración, y se acostumbra a ponerla en el principio, en el cual Nuestro Seńor no nos mandó decir nada más que: "Padre nuestro que estás en los cielos". Se han dicho muchas cosas en alabanza del Seńor, pero no se encuentra precepto alguno dado al pueblo de Israel para que dijese: "Padre nuestro", sino que siempre se les habló del Seńor, manifestándoles que Dios era para ellos como un Seńor a sus siervos y como un padre para sus hijos. Pero hablando del pueblo cristiano, dice el Apóstol que recibió el espíritu de adopción, según el cual clamamos: "¡Abba!" (Padre) (
Rom 8,15), lo cual no es propio de nuestros méritos sino de la gracia que nos hace decir en la oración "Padre". Con ese nombre se enciende la caridad en nuestras almas (porque, ¿qué cosa más amable para los hijos que un padre?), con un sentimiento de afectuosa inspiración y una cierta confianza en la súplica, cuando decimos a Dios: "Padre nuestro". ¿Qué no dará a los hijos que le piden, cuando les ha concedido antes el que puedan ser hijos suyos? En fin, ¿con qué cuidado no mueve el alma, para que el que diga: "Padre nuestro", no sea indigno de tan gran Padre? También se advierte a los ricos con esto, y a los que son de noble linaje, que cuando se hagan cristianos no se llenen de soberbia contra los pobres y contra los desgraciados, puesto que, lo mismo que ellos, dicen al seńor: "Padre nuestro", lo cual no pueden decir piadosa y verdaderamente si no los reconocen como hermanos.
San Juan Crisóstomo,
homiliae in Matthaeum, hom. 19,4
¿Qué dańo puede venir del parentesco con un inferior, cuando con el superior todos estamos unidos? Por ese solo nombre de Padre confesamos el perdón de los pecados, y la adopción, y la herencia, y la fraternidad respecto de su Unigénito, y el don del Espíritu Santo, porque ninguno puede dirigir ese nombre a Dios sino el que ha gozado a la vez de todos esos bienes. Dos cosas suscita en nosotros el sentido de la oración: el pensamiento de la dignidad de Aquel a quien invocamos, y la grandeza de los dones que en nosotros supone esta oración.
San Cipriano,
de oratione Domini
No decimos: "Padre mío", sino: "Padre nuestro", porque el Maestro de la paz y de la unión no quiso que se hiciesen súplicas de una manera aislada, como cuando alguno ruega por sí solamente. La oración es para nosotros pública y común, y cuando oramos no rogamos por uno solo sino por todo el pueblo, porque nosotros y el pueblo somos una sola cosa. Quiso el Seńor que cada uno rogase por todos los demás, así como El, siendo uno, ha padecido por todos.
Pseudo-Crisóstomo,
opus imperfectum in Matthaeum, hom. 14
La necesidad nos obliga a rogar por nosotros mismos y la caridad fraterna a rogar por los demás. Es más aceptable la oración delante de Dios, no cuando es impulsada por la necesidad, sino cuando es recomendada por la caridad fraterna.
Glosa
Se dice, pues: "Padre nuestro", porque es común a todos, y no: "Padre mío" que sólo conviene a Cristo, el cual es Hijo por naturaleza.
Pseudo-Crisóstomo,
opus imperfectum in Matthaeum, hom. 14
Ańade, pues, el Seńor: "Que estás en los cielos", para que sepamos que tenemos un Padre en el cielo, y para que se avergüencen el someterse a las cosas terrenas, los que tiene un Padre en el cielo.
Casiano,
Collationes, 9, 18
Y marchemos con grande afán a donde confesamos que habita nuestro Padre.
San Juan Crisóstomo,
homiliae in Matthaeum, hom. 19,4
Cuando dice: "En los cielos", no limita la presencia de Dios a este lugar, sino que eleva de la tierra al que ora, fijando su imaginación en las cosas del cielo.
San Agustín,
de sermone Domini, 2, 5
Se dice también, que está en los cielos, esto es, entre los santos y entre los justos, porque Dios no se contiene en el espacio limitado. Se entienden por cielos las partes más excelentes de la naturaleza visible, y si creyéramos que Dios los habita, diríamos que las aves morarían más cerca de El que los hombres y tendrían más mérito. No está escrito: Dios está cerca de los hombres más elevados o de aquellos que habitan en la cumbre de los montes, sino de los contritos de corazón (
Sal 33,19). Mas así como el pecador se llama tierra, a quien se le ha dicho: "Eres tierra e irás a la tierra", así, por el contrario, se puede llamar cielo al justo (
Gén 3,19).
Con toda propiedad se dice: "Que estás en los cielos", esto es, que estás con los santos. Porque tanta distancia hay, espiritualmente hablando, entre los justos y los pecadores, cuanta hay corporalmente entre el cielo y la tierra. Para significar esto, cuando oramos nos volvemos hacia el oriente, de donde parece que empieza el cielo. No como si Dios estuviese allí, abandonando las demás partes del mundo, sino para que el alma se incline a tomar afecto a una naturaleza más elevada (esto es, a Dios), mientras el cuerpo del hombre (que es de tierra) se convierte en un cuerpo más excelente (esto es, en un cuerpo celestial). Es muy conveniente que cada uno sienta a Dios con sus facultades, ya de nińos, ya de adultos, y por lo tanto, a los que todavía no puedan comprender las cosas incorpóreas, puede tolerarse la opinión de que Dios está más bien en los cielos que en la tierra.
San Agustín,
de sermone Domini, 2, 5
Ya se ha dicho quién es Aquel a quien se pide y dónde habita. Ahora vamos a ver las cosas que deben pedirse. Lo primero que se pide es esto: "Santificado sea el tu nombre". No se pide así porque el nombre de Dios no sea santo, sino para que sea tenido como santo por los hombres. Esto es, que así se dé Dios a conocer, que no se crea que haya otro más santo.
San Juan Crisóstomo,
homiliae in Matthaeum, hom. 19,4
Manda rogar al que ora, para que Dios sea glorificado durante nuestra vida, como si dijese: Haz que vivamos de tal modo, que todas las cosas te glorifiquen por medio de nosotros. "Sea santificado", es lo mismo que decir: "sea glorificado". Luego la oración del que se dirige a Dios debe ser tal, que nada anteponga a la gloria divina, sino que lo posponga todo a su alabanza.
Pseudo-Crisóstomo,
opus imperfectum in Matthaeum, hom. 14
No pedimos a Dios que El sea santificado por medio de nuestras oraciones, sino que su nombre sea santificado en nosotros. Mas como El dijo: "Sed santos, porque yo soy santo" (
Lev 30,44), esto es lo que pedimos y rogamos, con el objeto de que nosotros que hemos sido santificados por medio del bautismo, perseveremos en lo que hemos empezado.
San Agustín,
de dono perseverantiae, 2
¿Por qué pedir a Dios esta perseverancia si (como dicen los pelagianos) no es El quien la da? ¿No sería irrisoria esta petición, solicitando de El lo que estamos seguros que no ha de darnos, sino que no dándola El, se halla en el poder del hombre?
San Cipriano,
de oratione Domini
También pedimos todos los días que sea santificado. Necesitamos de la santificación continuamente, porque los que pecamos todos los días, debemos purificar nuestros pecados por medio de una santificación continua.